Manuel Moreno Guerrero: un poeta del realismo

Por Cristián Undurraga Saavedra
Fuente: El Mercurio, Artes y Letras, 4 Mayo del 2003

La biografía de Manuel Moreno está surcada por múltiples vertientes, las que conducen todas, a ese gran cauce que fue su pasión: la Arquitectura. El entrecruzamiento de intereses y talentos múltiples lo llevó a desplegar, con idéntico entusiasmo, sus labores de investigador, de docente y de arquitecto. Además del alto nivel de calidad que Moreno alcanzó en todas estas empresas, resultan sorprendentes la fecundidad y el volumen de las mismas, algo que en nuestro ámbito constituye un hecho singular. En medio de todo esto, su notable don de la amistad, la conversación profunda, el consejo asertivo y oportuno, ampliaron el marco del aprecio y reconocimiento de quienes lo conocieron.

Manuel Moreno fue un servidor público en el más exigente de los sentidos. Su personalidad tenaz, responsable y generosa acrecentó en él la certidumbre de que la arquitectura pertenece, por esencia, al dominio de lo público. Es así como sus esfuerzos se multiplicaban tanto para dotar de verdadero contenido arquitectónico a una modesta escuela primaria, como para defender el patrimonio arquitectónico amenazado; para denunciar la falta de sensibilidad urbana que atentaba contra el bien común, o para multiplicar creativamente los beneficios que un nuevo encargo profesional podía entregar a la ciudad.

Su pasión por el saber, junto a una extraordinaria sensibilidad intelectual, lo consagraron a un constante ejercicio de investigación. De ese modo devolvía sus conocimientos, con particular entusiasmo y generosidad, en las escuelas de arquitectura de la Universidad de Chile y de la Universidad Católica.

Notable también fue su precoz preocupación por el patrimonio arquitectónico del siglo XX en nuestro país, interés iniciado en las aulas de la Universidad de Chile (1977), con la investigación de su Tesis de Título, la que sería el germen de un trabajo historiográfico de extraordinaria trascendencia en nuestro medio.

La precariedad de los registros arquitectónicos de ese período -escasos e incompletos- lo alentó, a principios de los 80, a emprender junto a su amigo Humberto Eliash una investigación que culminaría en la publicación de “Arquitectura moderna en Chile: 1930 – 1960, testimonio y reflexiones” (ed. Cuaderno Luxalon, 1985).

De ese primer trabajo conjunto surgirá, cuatro años más tarde, una nueva empresa editorial: “Arquitectura y modernidad en Chile 1925 – 1965, una realidad múltiple”. Este libro, de mayor alcance y profundidad, compila las distintas manifestaciones arquitectónicas desarrolladas durante esas cuatro décadas cruciales para la consolidación del Movimiento Moderno en Chile, y al mismo tiempo se transformó en referencia obligada para la comprensión de ese período histórico.

Estas investigaciones derivaron, además, en obras concretas. Por ejemplo, la remodelación de la Escuela de Geología de la Universidad de Chile, y la nueva Biblioteca y Aula Magna de la Escuela de Derecho de esa misma casa de estudios -esta última en conjunto con Humberto Eliash-. Ambas obras representan magníficas lecciones sobre el reciclaje de edificios patrimoniales.

Con un discurso siempre articulado, cuya sabiduría era fruto de una continua reflexión sobre la experiencia, junto al profundo conocimiento del acontecer arquitectónico nacional e internacional, Manuel Moreno sentó las bases de una producción arquitectónica de muy alta calidad. Ella, fiel reflejo de su carácter, está impregnada de un espíritu sobrio, aunque no por ello exenta de momentos lúdicos y festivos. Ajeno a la exasperante subordinación de la moda, Moreno rehúye el asombro fugaz de formas y retóricas estridentes, optando por un tono profundo, capaz de guiar la obra hacia un camino de sólida trascendencia.

La obra de Manuel Moreno se define por lo que son sus atributos esenciales: una arquitectura de proporciones justas, atenta siempre a las particularidades del lugar y su entorno, donde los espacios se articulan con inteligencia y donde la satisfacción de las necesidades y el bienestar humanos son prioridades resueltas con gran sensibilidad. En esa síntesis reflexiva, aguda y brillante que caracterizó cada una de sus operaciones arquitectónicas, nada quedaba librado al azar o al capricho: una realidad concreta reclama soluciones tangibles y eficaces. Como dijera Fernando Pérez Oyarzún: “Manuel era un poeta de un realismo
descarnado”.

Atento a los desafíos que imponía la Reforma de la Educación, se aplicó en la construcción de un conjunto de edificios destinados a la enseñanza que transformarían la arquitectura escolar en Chile. En estas obras, dotadas de densidad conceptual y plástica, la economía de medios se entendió como un valor positivo: el desafío consistía en hacer más con menos. Este trabajo se enlaza con la rica tradición de construcciones escolares impulsada, entre las décadas del 40 y el 70, por la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales. Allí trabajaron arquitectos de la talla de Gustavo Mönckeberg, José Aracena y Héctor Valdés, entre otros, al tiempo que surgían a fines de los 50 y principios de los 60 los aportes de Alberto Piwonka, Mario Pérez de Arce, Sergio Larraín y Emilio Duhart, quienes además de ser piezas claves en la historia de la arquitectura escolar en Chile, fueron determinantes en la consolidación del Movimiento Moderno en el país.

De estos expedientes, y consecuente con su capacidad de análisis de la realidad construida, Manuel extrajo lo más sustantivo. Supo sumar su creatividad y agudeza en la elaboración de un modelo contemporáneo que fuese capaz de atender las exigencias de la modernización de la educación, siendo estas tipologías uno de los aportes más significativos de su trayectoria profesional.

Una estrategia similar gobierna su última obra, la que alcanzó a ver construida: la Universidad Finis Terrae, la cumbre más alta de su experiencia arquitectónica. El arquitecto apuesta aquí a tratamientos superficiales en los que predominan distintos matices de transparencias, las que conducen a una síntesis donde prevalece la abstracción. La claridad del planteamiento permite que el nuevo edificio, puesto allí sin presunción, articule con sabiduría y talento la esquina urbana y la plaza interna que conforma junto a la edificación histórica preexistente.

Por otra parte, cuando se trató de colaborar en la construcción de escuelas para los niños de más escasos recursos, acudió al llamado con especial fervor. Además de su talento como arquitecto, desplegó allí la dimensión social de su carácter, consciente de que la pobreza ancestral y las infinitas necesidades materiales y espirituales insatisfechas podían mitigarse con espacios educacionales de notable dignidad.

Manuel Moreno fue, por sobre todo, un maestro en el más genuino y extenso sentido del término. Pero su magisterio alcanzó más allá de los límites de su vocación. Acogió su vida como un don, con todas sus implicancias, y estas las aceptó con coraje. Directo como era, miró a la muerte de frente. Durante esos nueve últimos años, fuimos testigos de su serenidad. No había en él turbación, sólo paz y entereza. La conciencia de sus posibilidades y de los límites que la enfermedad le imponía, no disminuyó su generosa disponibilidad ni su entrega lúdica, al tiempo que su contagiosa pasión por la vida y su tremenda fortaleza hacían más entrañable su autoridad moral.

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