por Ramón Gutiérrez
Investigador Superior del CONICET Argentina y Director del Centro de Documentación de Arquitectura
Latinoamericana (CEDODAL).
Hablar de la obra de Manuel Moreno, implica no meramente el análisis de su extensa tarea profesional, realizada en solitario o en equipo con diversos colegas, sino también a su pensamiento y prédica que dejó plasmada en numerosos textos de libros y artículos. Quisiera pues referirme a ellos como el testimonio de quien entendió la acción profesional como un compromiso con su sociedad y su cultura americana.
Manuel junto a Beto Eliash escribieron un libro “ Arquitectura y modernidad en Chile. 1925-1965” que tuve el honor de prologar sustentando “la necesidad de repensarnos”. En esta tarea que compartí con los autores, ponderé el espacio de su análisis y la teoría que ellos desarrollaron acerca del proceso de formación de la “primera modernidad” arquitectónica hasta la configuración del Movimiento Moderno. La idea de las “arquitecturas paralelas” que cubrieron la etapa final del eclecticismo y los comienzos del racionalismo, testimonian un proceso de ricas alternativas que sin embargo fuera simplificado en el afán dialéctico de las opciones teóricas homogeneizantes.
En el pensamiento de Manuel y Beto era posible desmontar la lectura mimética de los acontecimientos arquitectónicos con una mirada que partiera de la propia realidad antes que de la lectura realizada desde otros parámetros externos. Este ejercicio, que hoy puede parecernos hasta obvio, no lo era en tiempos en que predominaba una historiografía domesticada en acatar periodizaciones cronológicas, valores teóricos y propuestas formales externas que se consideraban como sustanciales para comprender a unas periferias que siempre cargaban con el mote de provincianas.
Ellos tenían la capacidad de mirar más allá de lo establecido, de lo instalado. No se encandilaron solamente con las obras singulares sino que percibieron los cambios de la periferia de la ciudad que integró a las expresiones de un racionalismo popular y que abrirá las compuertas a la aceptación de una arquitectura distante del “carnaval de los estilos”. Decíamos entonces, refrendando acotaciones de los autores que “la racionalidad no es necesariamente una condición intrínseca del racionalismo arquitectónico, sino una virtud que trata de conjugar sitio, historia, cultura y recursos para dar adecuada respuesta a un programa de necesidades con coherencia y calidad”.
Se señalaba que la modernidad importada que develaba el libro de Moreno y Eliash estaba sustentada en una ideología que, en cuanto a tal, no era más que una interpretación de la realidad, más no la realidad misma. Veíamos en el esfuerzo de los autores la posibilidad de iniciar un camino reflexivo, siguiendo sus metodologías de análisis y profundizando las temáticas de las arquitecturas sin arquitectos y los aspectos culturales y sociales de la arquitectura en una escala continental. Esto es importante porque el esfuerzo de profundización que se realizaba en Chile estaba convocando a una tarea pendiente que hoy se ha ido abordando con solvencia en los casos de México, Colombia, Argentina y Uruguay entre otros países.
Manuel, a partir de este esfuerzo de investigación, apuntó a otras diversas preocupaciones. Una de ellas en cuanto diseñador fue compatibilizar la tarea profesional con el respeto a los valores culturales. Una posición contextual que nacía de la adecuada valoración del patrimonio. Una de sus preocupaciones fue trasladas el pasado hasta el presente e incluir en la defensa patrimonial a la arquitectura del Movimiento Moderno, aquel que sin creer demasiado en la historia, había hecho historia entre nosotros.
Por ello insistió en varias oportunidades para que el problema de la valoración patrimonial del Movimiento Moderno fuese abordado en los Seminarios de Arquitectura Latinoamericana (SAL) que Manuel impulsó con entusiasmo lo últimos años de su vida. Reclamaba por la parcialización de la protección patrimonial que dejaba afuera buena cantidad de obras de importancia realizadas entre 1925 y 1970 y señalaba que el patrimonio contemporáneo sobrevivía con un mínimo de medidas de tutela. Así, en Chile, entre 400 edificios protegidos, solo uno, el Monasterio Benedictino de Las Condes, se encontraba bajo resguardo efectivo. Esta circunstancia fue similar a la de casi todos los países de Sudamérica donde en los tres últimos lustros del siglo XX se comenzaron a reconocer a este tipo de edificios características patrimoniales.
Con lucidez advertía que “recién a partir de los años setenta, y después de la polémica sobre la crisis de la modernidad, se toma conciencia de las áreas urbanas homogéneas como valor patrimonial. Ya no es sólo el edificio aislado lo que se considera valioso, sino que es el barrio, la calle o el conjunto de objetos arquitectónicos y paisajísticos los que se deben proteger”. Esta perspectiva del cambio de escala, respondía sin dudas a una nueva mirada sobre el patrimonio que había abandonado las tradicionales parcelas de lo “histórico” o lo “antiguo” para valorar lo “cultural” en clave social abarcativa.
Manuel advertía la peculiaridad de la inestabilidad compositiva que caracterizaba a las obras modernas y el hecho de que esta circunstancia había posibilitado “alteraciones brutales que han modificado irremisiblemente el proyecto original”. Reclamaba por lo tanto normativas específicas que aseguraran la correcta rehabilitación sin perder los elementos sustanciales de la arquitectura y culminaba “sólo así se podrá construir una relación permanente entre la arquitectura moderna y el patrimonio”.
Una de las lecturas más claras que hacía Manuel desde lo patrimonial era su inserción en la vida cotidiana de la dinámica urbana. Mientras la lectura patrimonialista acompañaba generalmente una lectura “monumental” de la obra aislada o en su defecto circunscripta a sus valores materiales, Moreno reconocía que “los ritos públicos son una parte fundamental del carácter de la ciudad”. Es decir que no solamente cambiaba la escala de la mirada de lo singular a lo urbano sino también introducía la categoría del patrimonio inmaterial como un elemento decisivo en la valoración y comprensión de la arquitectura.
Esta noción, que preanuncia la mirada de la ciudad como “Paisaje cultural” que está hoy en el centro de las reflexiones de los profesionales de la disciplina, colocó sin dudas a las acciones sobre el espacio público como decisivas para intervenir sobre las ciudades históricas. No fue otra cosa la que ha realizado el Alcalde Andrade en Lima al trabajar sobre las mejoras de la Plaza Mayor y atender a la reubicación de los vendedores ambulantes que había obstruido varias calles, o la política que siguió la AECID de la cooperación española para mejorar la calidad de vida de Cartagena de Indias.
Sin embargo Manuel advertía que el espacio público estaba en crisis ya que funciones de alto valor simbólico, como las cumbres de Jefes de Estado regionales terminaban desarrollándose en ámbitos cerrados y privados de hoteles de lujo que reemplazaban a los edificios públicos como contenedores funcionales que privilegiaban confort y seguridad. Era esta una manera más de advertir sobre los riegos de una ciudad de “ghettos”, algo que las periferias de pobreza y riqueza, iban perfilando en sus localizaciones geográficas y en las modalidades de exclusión obligada o voluntaria. Para aportar a la valoración patrimonial, se recurría a la historia urbana de Santiago donde las acciones concatenadas en tres siglos de Toesca, Vicuña Mackenna y Brunner habían consolidado una forma dinámica de voluntad política de intervenir para transformar y crear espacio público.
La que denomina “sustracción de los ritos públicos” estaba señalando la pérdida de un cívico, así como aumentaba el deterioro social y físico de ámbitos paradigmáticos para el ejercicio igualitario de la democracia.
En esas miradas profundas Manuel pasaba del patrimonio inmaterial al paisajístico ambiental cuado analizaba como actuar patrimonialmente en la comuna de Las Condes. Allí reseñaba como ese patrimonio era casi totalmente posterior a 1935 y que el paisaje adquiría un rol predominante. Ello exigía que su lectura se hiciera en el contexto de una “ciudad jardín” donde “la condición territorial” era clave para el patrimonio y requería atender a los componentes de las pendientes, los cerros aislados, la precordillera, la cordillera, los cursos de agua y la flora nativa.
Otra de las preocupaciones de Manuel fue sin dudas el compromiso social del arquitecto y particularmente los temas educativos a los cuales dedicó buena parte de su obra y los de vivienda, un tema que había sido soslayado en las últimas décadas del siglo XX a pesar de la creciente migración del campo a la ciudad. La vivienda individual caracterizaba buena parte de la producción arquitectónica de la profesión en Chile, pero la vivienda social aparecía prácticamente desamparada, aunque también cuestionaba hasta que punto tales diseños estaban todavía en mano de los arquitectos o si ellos estaban encuadrados en el anonimato. Afirmaba “al abandonar el campo de lo arquitectónico y sumergirse en una forzada clandestinidad, se pierde la necesaria responsabilidad pública del arquitecto frente a su obra”.
Analizando las presentaciones de la X Bienal de Arquitectura de Chile verificaba que solamente el 1% de los proyectos presentados a la muestra correspondía a Vivienda Social mostrando la pérdida de una tradición profesional muy calificada y la ruptura de la trayectoria de organismos públicos como la Caja de Habitación, el Seguro Obrero e inclusive la propia CORVI, reemplazadas por la Corporación de Mejoramiento Urbano que trataba de consolidar una alianza entre arquitectura y urbanismo para evitar el rápido proceso de degradación urbana. Su pregunta “¿En que momento se bifurcaron los caminos de la vivienda social y la arquitectura?” sigue teniendo notable vigencia para replantear una década después el tema pues sigue predominando la preocupación por la cantidad antes que por la calidad de la vivienda pública que se ofrece.
Esta preocupación por la calidad arquitectónica es uno de los emblemas de exigencia que Manuel solía plantearse y por ello daba importancia a la difusión de las obras de arquitectura latinoamericana. Fuimos testigos directos de ello porque Manuel nos acompañó como uno de los principales socios fundadores del Centro de Documentación de Arquitectura Latinoamericana (CEDODAL) aportando económicamente para su consolidación y ayudándonos así a realizar las series editoriales sobre arquitectura iberoamericana.
Manuel Moreno no era un historiador de la arquitectura, pero tenía un especial sentido crítico y una perspectiva de lectura de las obras desde el conocimiento profundo de su profesión. Me resultó particularmente interesante leer hace poco un artículo que publicó en el año 2000 sobre la obra de Niemeyer y el proyecto del Museo de Arte Moderno de Caracas que realizó en 1954. Manuel lo tomaba como un proyecto embrionario que Niemeyer realizaría en el tiempo a partir de sus propias experiencias. Es muy interesante ver como a través de referencias críticas de otros teóricos de la modernidad que denostan en una visión eurocéntrica la obra de Niemeyer (Ernesto Rogers, Max Bill, Mies Van der Rohe, Manfredo Tafuri, Francesco Dal Co), él potencia los valores creativos e intuitivos de Niemeyer frente a las rígidas “racionalidades” de los paladines del Movimiento Moderno.
Recupera de esta manera al primer Niemeyer de Pampulha y de la casa de Canoas con una valorización ambiental y paisajística de la arquitectura, unidas a la libertad de concepción formal. En el proyecto de Caracas el retorno a la geometría y a la preocupación de un orden formal que alcanzara relevancia en cuanto expresión de un edificio público-privado exigía competir con la fuerza presencial de la naturaleza y el paisaje de la cumbre de la colina. Niemeyer al colocar la pirámide invertida “re-crea” la cumbre de la colina con una terraza mirador de 100 x 100 metros, es decir una obra sin dudas faraónica que preanuncia su paso hacia la arquitectura monumentalista que habría de culminar en Brasilia y en sus más recientes obras de Niteroi entre las que se cuenta el Museo de Arte Moderno en forma de cono invertido.
Al criticar “los temas de materialidad y calidad final de la obra” del Museo de Niteroi, aun obviando los problemas funcionales que tal diseño trae aparejado para la exhibición museográfica, Manuel Moreno percibe con perspicacia algo que pocos en América y casi ninguno en el Brasil, se anima a exponer sobre Niemeyer: el cuestionable epílogo “de un largo período de obras que han perdido la claridad y frescura de las anteriores”. Coincidimos plenamente con Manuel Moreno cuando retomaba su apreciación de que las obras del Pampulha, Canoas y el MAM definieron “su más relevante producción arquitectónica” que extendería a una década más.
De alguna manera esta lectura no contaminada de cargas ideológicas o de falsos nacionalismos nos permiten ver en Manuel el testimonio de una persona libre, que aplica una metodología de análisis donde privilegia las continuidades que marcan las persistencias tipológicas y las matrices conceptuales sobre la individualidad formalista que una producción egocéntrica generó luego durante varias décadas. En esto Manuel Moreno rescataba la coherencia entre arquitectura y cultura y de la obra como testimonio no solamente del autor sino de la sociedad de su tiempo.
Nos cabe preguntarnos en este punto ¿Cuál fue el aporte de Manuel Moreno a la crítica y el pensamiento de la arquitectura latinoamericana?. Por una parte tenemos el testimonio de su obra profesional que sin dudas deja huella en su generación y crea diseños que merecerán ser recordados como testimonios patrimoniales de su tiempo. Por otro nos deja una serie de libros y artículos que marcan los centros de interés y preocupación de un arquitecto reflexivo que no agota su discurso en la justificación tardía de su obra sino en el análisis de esa arquitectura, propia o ajena, y sus circunstancias.
Un arquitecto de sólida formación cultural, pero preocupado preferentemente por su cultura antes que por el matiz enciclopedista que caracterizó a generaciones anteriores que sabían mucho de los demás y muy poco de su propia realidad. Un profesional comprometido con la arquitectura pero mirada desde sus requerimientos concretos, sobre los cuales habría de construirse un programa compatible en espacio y tiempo. Buscaba una arquitectura de carácter pero sin estridencias, reconocible pero contextual, una arquitectura que hiciera ciudad y que registrara la participación del usuario.
En la docencia, como en la formación de sus equipos de trabajo, Manuel tuvo siempre esa valoración de la participación activa, donde la arquitectura era el centro pero mirada desde el intercambio de ideas y de la reflexión. En nuestros múltiples encuentros de los Seminarios de Arquitectura Latinoamericana (SAL), como en otras jornadas y proyectos, Manuel siempre se caracterizó por la voz serena y madura, argumentando con convicción, certeza y serenidad. El diálogo con Manuel fue siempre la posibilidad de crecer en el conocimiento y la reflexión. Tenía mucho para decirnos y por ello su ausencia nos remite nostálgicamente a los recuerdos y a las obras y los textos donde nos dejó su testimonio y una herencia insustituible.
Cabe hacer una última invocación sobre el amigo. Un amigo distante en la geografía y tan próximo en el afecto. El amigo con el cual la alegría del reencuentro era una causal de movilidad y entusiasmo. El amigo con quien siempre se aprendía algo y que nos recibía en su casa con la convicción de que las tertulias eran nuestra manera de crecer solidariamente. Acompañamos a Manuel en las dificultades de su dolorosa enfermedad y aprendimos de su tenaz voluntad de superar las duras circunstancias. Lo vimos en los altibajos del proceso y nunca desapareció de su rostro esa sonrisa que testimoniaba la templanza de un temperamento superior.
Ojalá en la relectura de los textos de Manuel muchos encuentren, como nosotros, los testimonios de una generación que buscó afanosamente la posibilidad de pensar desde aquí, desde América, y hacer una arquitectura capaz de ser coherente con nuestro tiempo, pero también muy particularmente con nuestro espacio y nuestra gente. Manuel Moreno estaba en ello.
Arq. Ramón Gutiérrez.
Buenos Aires, 2008